"Empecé revisitando nuestra herencia, nuestra historia, nuestro pasado", explicó Alber Elbaz, director artístico de Lanvin desde 2001, a un grupo de periodistas al finalizar el desfile.
A partir de elementos icónicos, como la combinación del negro y el dorado, las circunferencias y los paneles, el modisto israelí comenzó a imaginarse cómo habría sido la obra de la fundadora, Jeanne Lanvin, en la actualidad.
Consciente de que vivimos en una sociedad de la imagen en la que "Internet y las pantallas nos llevan a diseñar cosas que son bonitas en las fotos pero no en la vida real", optó por crear directamente sobre el cuerpo y, según confesó, realizó muy pocos bocetos.
Este proceso dio como resultado unas prendas aparentemente simples, fluidas, que se integraron como una segunda piel y que ondearon a cada paso.
El modelo que abrió la pasarela instalada en la Escuela de Bellas Artes de París brilló por su sencillez: se trató de un vestido negro y largo, con una manga corta y un hombro descubierto, una apertura lateral en la pierna y un voluminoso brazalete.
Elbaz dejó que las formas del cuerpo se percibieran debajo del tejido, rehuyendo de la sensualidad y dotando de identidad a la persona.
Para trasladar, una vez más, su amor por la diversidad, hizo desfilar a modelos con las que había trabajado años atrás, lo que en una industria que adora la efímera juventud puede ser entendido como un acto de rebeldía.
La enorme sencillez de los vestidos monocromáticos -en marfil, negro, teja, azul Lanvin o berenjena- hizo que resaltasen los delicados tirantes, el mínimo pliegue o el desapercibido escote.
Las ligeras notas de la antigua Grecia sonaron en la caída de vestidos-túnica, y los aromas orientales impregnaron los pantalones bombachos que llegaron a combinarse con mangas de murciélago.
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